En una colina que peinan los
vientos vivía una mujer llamada Agar. Menuda y curtida por el sol. Agar era sin
embargo muy fuerte y había construido un refugio de piedras desde donde se
divisaba el mar. Con él que compartía sus misterios. Al atardecer bajaba a la
playa a cazar unos enormes cangrejos rojos de ojos bizcos. Agar llevaba una
semana tachando en una piedra cada noche de amor en la que no sucedía nada. La
nada, la nada que todos los amantes aborrecen menos ella. Ella cruzaba los
dedos para que siguiera igual. Cuando Agar escuchaba a su amante escalar por
las piedras se le encogían las entrañas. Su amante sin nombre, llegaba sin aliento y la abrazaba cerrando los ojos.
Ella le esperaba con una mesa servida con un mantel bordado. Comeremos primero
ya sabes que me gusta comerme todo lo que cazo. Agar y su amante sin nombre se
entregaron una vez más al ritual del marisco como lo habían hecho los últimos
siete días; troceando, partiendo, lamiendo y chupando aquellas patas con sabor
a mar.
Cuando terminaron de comerse con los
ojos igual. Ella le susurró algo al oído y abrió la veda. El la besó como
siempre. Sólo que en aquel instante el amor de Agar no floreció como otros días,
sino que se solidificó y se petrificó en un lugar insondable de su alma. El
sentimiento más antiguo de toda la humanidad brotó de su garganta convertido
en perlas oscuras como la noche más
clara. Una a una fueron saliendo mientras su amante sin nombre las fue
engullendo sin remedio, entregado a una gastronomía igualmente desmedida. Su
amante sin nombre intentó morderlas como un niño sin dientes. Pero se las tragó
sin remedio en medio del éxtasis. Agar lloró lágrimas dulces sobre el amado torso y el
cuerpo perfecto y aún empalmado. Agar salió descalza de allí y dejó la isla
para irse muy lejos. La arena cubrió sus huella y todo lo que dejó atrás.
Recorrió varios países y conoció a varios hombres, de alguno se enamoró pero a
ninguno llegó a besar.
Un día fatigada por el tiempo y
con unas enormes ganas de volver a estar descalza volvió a la playa que la vio
nacer. Volvió a construir el refugio de piedras. Un día paseando por la orilla
se encontró con un hombre menudo y curtido por el sol, que raspaba con un
cuchillo el exterior de una ristra de ostras enormes unidas por un cordel.
Elige una. Una vez abierta Agar rebuscó en su interior y extrajo una brillante
perla gris que sumergió corriendo en agua para limpiarla. Soy Mare, hoy es tu
día de suerte a veces en la vida se gana y otras se pierde.
A Agar le resultó enigmático
aquel hombre. Y no pudo resistirse a invitarle a su refugio con una mezcla de
miedo y curiosidad. Dispuesta a repetir el viejo ritual que apenas recordaba,
Agar volvió a cazar los enormes cangrejos rojos de ojos bizcos y se sentó frente
a Mare. Troceando, chupando y lamiendo aquellas pinzas enormes con sabor a mar.
Hasta dejar sólo dos caparazones vacios. Mare se levantó un poco aturdido,
tropezando hasta caer en los brazos de Mare, que no pudo hacer otra cosa que
besarle, y besarle y besarle. Sin poder evitar que de su boca salieran de manera abrupta aquellas perlas tan oscuras
como la noche más clara. Pero para sorpresa
de Agar, Mare se iba sacando aquellas perlas como si fueran pequeños huesos de
aceituna. Con el tiempo Mare y Agar se fueron a vivir juntos. Mare se enamoró
de ella no por aquella rareza de las perlas que fabricaba su cuerpo, que eran
un tesoro, sino por muchas razones más. Así que si algún día van a la playa de
Fakarava podrán ver a Mare y Agar dedicados a enhebrar collares larguísimos.
Muy poca gente sabe que cada noche Mare y Agar se besan durante horas, y de sus
besos salen aquellas perlas tan oscuras como la noche más clara.
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