jueves, 16 de mayo de 2013

Seremos felices y nunca más comeremos perdices



 

Ángela y David se fueron a vivir juntos al sexto piso de un edificio del centro. Les habían alquilado aquella terraza por un precio muy bajo. Bajo el cobertizo instalaron la cama y una estantería llena de cuentos con el mismo final "y fueron felices y comieron perdices". Un final de cuento que les había marcado. Cariño se dijeron el uno al otro: Para ser felices tenemos que comer perdices.
Y aquella azotea que había servido de palomar  y en otra época de improvisado campanario se convirtió en su nido de amor lleno y relleno de plumas.

Por aquella razón tan simple y a la vez tan compleja. Ángela y David comían todos los días perdices. Ella era delgada y pelirroja y resultaba extraño verla todas las noches practicando el mismo ritual. Extendía las hermosas aves encima de la mesa para luego desplumarlas y cocerlas en agua hirviendo o al horno o fritas.En adobo, con tomillo, a la pimienta, rellenas de cilantro y almendras.
Así, cada noche hacían el amor rodeados de almohadas rellenas de plumas de perdices, sobre un colchón rellenó de plumas de perdices. 
Cada noche hacían el amor rodeados de almohadas rellenas de plumas de perdices, sobre un colchón rellenó de plumas de perdices. Desde la barandilla de la terraza se veía toda la ciudad y además tanta pluma les hacía sentir un poco en el aire. 
David era un chico bondadoso y pacífico de ojos lánguidos. Y su contribución a que no se apagara el amor consistía en que  todos los días bajaba aquellas escaleras húmedas para ir a buscar perdices.Lo cual era un secreto para su mujer. Así, David bajada los cuatrocientos escalones para volverlos a subir por la noche con las jugosas perdices.
Ángela estaba muy intrigada, pensando en qué mercado David compraba las perdices, si apenas tenían dinero para vivir. Y un día decidió seguirlo. Quería saber en qué lugar de la ciudad su marido  Para su sorpresa su marido se dirigió a la estación para coger un tren hasta llegar a un pequeño pueblo del Pirineo. Allí se adentró en el bosque hasta una pequeña cabaña donde le recibió un hombre sonriente. El hombre le entregó un rifle de caza, que el muchacho cogió con cierta desgana. Ángela no pudo resistir una lágrima. Su marido odiaba la caza. Odiaba las armas. ¡Buena caza! le dijo el hombre.
 David caminó un rato y se apostó detrás de unos juncos cerca de un hermoso lago. Ángela vio cómo dejaba a escapar a las perdices que volaban sobre su cabeza. Y al final disparó con desgana. No podía más. Ese día no cazó nada, y devolvió el arma al hombre sonriente.
Subió los cuatrocientos escalones con las manos vacías. Esa noche no comieron perdices, ni la noche siguiente, ni la siguiente. Ángela había preparado un caldo con las sobras de días anteriores. Y esperó a que su marido le dijera algo. Pero no sucedió nada. 
 Se enfundaron en el edredón de plumas de perdiz y no hicieron el amor. El invierno va a ser duro le dijo David. David estaba apuntado al paro, pero con lo de la cacería apenas tenía tiempo para buscar un trabajo. Ese día volvió a coger el tren. Se quedó en el bosque esperando hasta el amanecer a que aparecieran las perdices. Las vio levantar vuelo en medio de una gran algarabía. Pero ya no fue capaz de disparar. No pudo hacerlo era no era un cazador, ni mucho menos. Y si de aquellas aves dependía su amor pues quizás era mejor que volarán libres. Las aves con el plumaje color de corteza de alcornoque emitieron un sonido que parecía una risa. 

Hoy no hay perdices cariño, le dijo muy serio a su mujer. No puedo seguir cazándolas. Lo siento, son unas aves graciosas y a mí se me encoge el corazón cuando las mato.  Y si no comemos perdices y se acaba nuestro amor, lo siento, se acaba. Ángela lo miró y le sonrió.
Seremos felices cariño y comeremos cualquier cosa. En ese momento  acurrucó a David junto a su corazón. Le miró a los ojos diciéndole, que si le servía de consuelo, también estaba harta de desplumar perdices. Ángela se levantó y en un gesto heróico rasgó las almohadas, los cojines, el edredón, y el colchón, y las plumas de mil perdices muertas volaron por la ciudad pegándose a las narices de amantes desconcertados. Los amantes que aquel día recogieron una pluma de aquellas aves nunca más desearon comer perdices, las aborrecieron. Repitiendo una y otra vez seremos felices y comeremos cualquier cosa. Desde entonces David y Ángela fueron felices, y nunca, nunca más volvieron a comer perdices.

viernes, 3 de mayo de 2013

Nubes para días algodonados


Me levanté peinando las nubes
Tan largas me parecieron
Que caminé horas hasta llegar a sus puntas
Trenzando un desconcierto tras otro
Tardé días en salir de la nube eterna
Y por fin al ver sus trenzas deshechas
No pude más que sonreír a la azarosa quimera.
Acaricié sus lomos de cera
Tan espeso es su misterio
Hecho de la nada del cielo,
Tan inesperada su tormenta en medio de un sol ceniciento.

Peinando este mar irisado
Adopté al corcel extranjero
Más su extrañeza me cansó el ojo
Que cerré sin más recuerdo
Que el de sentir el cielo entre los dedos
Tan desecho y esperanzador como este sueño.

Alvaro y las nubes (cuento para niños)


Había una vez un niño llamado Álvaro. Pequeño, pelirrojo y muy risueño. Álvaro se levantaba muchos días peinando las nubes. Las miraba por la ventana y cerraba los ojos. Entonces con el cepillo de su madre hacía el gesto de peinarlas.  
Álvaro había visto las nubes desde la ventanilla del avión. Ese paisaje de nubes y cielo se le había quedado grabado. Qué hermoso era aquello. Nunca había nada igual en sus ocho años de vida. Quizás era lo más hermoso que había visto nunca. Y por ello las dos horas que duró el vuelo no pudo dejar de mirar por la ventanilla para recordar cada detalle.

Álvaro aprovechaba cualquier ocasión para recordar las nubes. A él le daba igual que no se pudiera jugar con las nubes. Acaso se puede jugar con algo que no se puede tocar, o que se deshace. Qué tontería más grande.
 A Álvaro le encantaban los días nublados del todo. O un poco nublados porque allí mirando el cielo veía animales que nunca había visto en los libros y que después dibujaba y rellenaba con enormes trozos de algodón.  Un delfín con un cuerno, una sirena nadando boca arriba, y hasta un caballito de mar con patas…..
Algunos días Álvaro le pedía a su madre que le pusiera sábanas blancas. Para antes de dormir estar bajo su propio cielo de nubes. Subía las piernas y moviendo las sábanas blanquísimas con sus piernas. Al día siguiente su madre se preguntaba con qué había soñado porque las sábanas eran un auténtico revoltillo.
Cerraba los ojos. Primero siempre le venía el color amarillo y después el blanco. Entonces empezaba a imaginar que caminaba sobre nubes que en el fondo eran su colchón. Un día visitaba el árbol de las peras de aire, otro la cueva de los ojos oscuros por donde estiraba las piernas por enorme agujeros que salían del cielo.
Un día en medio de la clase de conocimiento del medio la profesora estaba hablando de cómo se formaban las nubes, y Alvaro no pudo resistirse y cerró los ojos muy muy fuerte. Y allí estaba en medio de una nube gorda con la que no se ocurrió otra cosa que estirarle los rizos. Primero estiró y estiró las blancas crestas para terminar haciendo una trenza larguísima. Cuando llegó a sus puntas ya era gris. Allí de repente escuchó un sonido tremendo. Como de un trueno.
Álvaro se dio cuenta que estaba sobre un lomo gris y oscuro. Aquella nube en forma de caballo negro le asustó un poco. Sobre todo cuando se encabritó y empezó a cabalgar por el cielo…entonces el caballo dio un salto y empezó a correr en medio de la lluvia y Álvaro salió disparado, y justo justo cayó encima del pupitre…y justo justo cuando la profesora le preguntaba que dónde estaba. ¡Ah en las nubes señorita!. ¡Ay perfecto dijo ella mientras todos los niños se reían a carcajadas. Cuéntanos cómo son las nubes. Bueno las hay blancas, grises y negras. Ah qué curioso y eso por qué sucede. Bueno van engordando y engordando con …con agua que recogen..Ay qué bien y luego qué pasa; pues que estallan en forma de lluvia por ejemplo. Álvaro respiró aliviado.

Uff menos mal que había estado alguna vez dentro de una nube sino nunca lo hubiera adivinado. Y la profesora le pidió que hiciera un dibujo para todos de una nube tormentosa. Álvaro por supuesto, dibujó al caballo que le tiró de su lomo justo encima de su pupitre y quien sabe si le susurró al oído de qué estaban echas las nubes….así que peinando, peinando nubes, este cuento llovió y llovió…y desapareció.