Ángela y David se fueron a vivir juntos al sexto piso de un edificio del centro. Les habían alquilado aquella terraza por un precio muy bajo. Bajo el cobertizo instalaron la cama y una estantería llena de cuentos con el mismo final "y fueron felices y comieron perdices". Un final de cuento que les había marcado. Cariño se dijeron el uno al otro: Para ser felices tenemos que comer perdices.
Y aquella azotea que había servido de palomar y en otra época de improvisado campanario se convirtió en su nido de amor lleno y relleno de plumas.
Y aquella azotea que había servido de palomar y en otra época de improvisado campanario se convirtió en su nido de amor lleno y relleno de plumas.
Por aquella razón tan simple y a la vez tan compleja. Ángela y David comían todos los días perdices. Ella era delgada y pelirroja y resultaba extraño verla todas las noches practicando el mismo ritual. Extendía las hermosas aves encima de la mesa para luego desplumarlas y cocerlas en agua hirviendo o al horno o fritas.En adobo, con tomillo, a la pimienta, rellenas de cilantro y almendras.
Así, cada noche hacían el amor rodeados de almohadas rellenas de plumas de perdices, sobre un colchón rellenó de plumas de perdices.
Cada noche hacían el amor rodeados de almohadas rellenas de plumas de perdices, sobre un colchón rellenó de plumas de perdices. Desde la barandilla de la terraza se veía toda la ciudad y además tanta pluma les hacía sentir un poco en el aire.
David era un chico bondadoso y pacífico de ojos lánguidos. Y su contribución a que no se apagara el amor consistía en que todos los días bajaba aquellas escaleras húmedas para ir a buscar perdices.Lo cual era un secreto para su mujer. Así, David bajada los cuatrocientos escalones para volverlos a subir por la noche con las jugosas perdices.
David era un chico bondadoso y pacífico de ojos lánguidos. Y su contribución a que no se apagara el amor consistía en que todos los días bajaba aquellas escaleras húmedas para ir a buscar perdices.Lo cual era un secreto para su mujer. Así, David bajada los cuatrocientos escalones para volverlos a subir por la noche con las jugosas perdices.
Ángela estaba muy intrigada, pensando en qué mercado David compraba las perdices, si apenas tenían dinero para vivir. Y un día decidió seguirlo. Quería saber en qué lugar de la ciudad su marido Para su sorpresa su marido se dirigió a la estación para coger un tren hasta llegar a un pequeño pueblo del Pirineo. Allí se adentró en el bosque hasta una pequeña cabaña donde le recibió un hombre sonriente. El hombre le entregó un rifle de caza, que el muchacho cogió con cierta desgana. Ángela no pudo resistir una lágrima. Su marido odiaba la caza. Odiaba las armas. ¡Buena caza! le dijo el hombre.
David caminó un rato y se apostó detrás de unos juncos cerca de un hermoso lago. Ángela vio cómo dejaba a escapar a las perdices que volaban sobre su cabeza. Y al final disparó con desgana. No podía más. Ese día no cazó nada, y devolvió el arma al hombre sonriente.
Subió los cuatrocientos escalones con las manos vacías. Esa noche no comieron perdices, ni la noche siguiente, ni la siguiente. Ángela había preparado un caldo con las sobras de días anteriores. Y esperó a que su marido le dijera algo. Pero no sucedió nada.
Se enfundaron en el edredón de plumas de perdiz y no hicieron el amor. El invierno va a ser duro le dijo David. David estaba apuntado al paro, pero con lo de la cacería apenas tenía tiempo para buscar un trabajo. Ese día volvió a coger el tren. Se quedó en el bosque esperando hasta el amanecer a que aparecieran las perdices. Las vio levantar vuelo en medio de una gran algarabía. Pero ya no fue capaz de disparar. No pudo hacerlo era no era un cazador, ni mucho menos. Y si de aquellas aves dependía su amor pues quizás era mejor que volarán libres. Las aves con el plumaje color de corteza de alcornoque emitieron un sonido que parecía una risa.
David caminó un rato y se apostó detrás de unos juncos cerca de un hermoso lago. Ángela vio cómo dejaba a escapar a las perdices que volaban sobre su cabeza. Y al final disparó con desgana. No podía más. Ese día no cazó nada, y devolvió el arma al hombre sonriente.
Subió los cuatrocientos escalones con las manos vacías. Esa noche no comieron perdices, ni la noche siguiente, ni la siguiente. Ángela había preparado un caldo con las sobras de días anteriores. Y esperó a que su marido le dijera algo. Pero no sucedió nada.
Se enfundaron en el edredón de plumas de perdiz y no hicieron el amor. El invierno va a ser duro le dijo David. David estaba apuntado al paro, pero con lo de la cacería apenas tenía tiempo para buscar un trabajo. Ese día volvió a coger el tren. Se quedó en el bosque esperando hasta el amanecer a que aparecieran las perdices. Las vio levantar vuelo en medio de una gran algarabía. Pero ya no fue capaz de disparar. No pudo hacerlo era no era un cazador, ni mucho menos. Y si de aquellas aves dependía su amor pues quizás era mejor que volarán libres. Las aves con el plumaje color de corteza de alcornoque emitieron un sonido que parecía una risa.
Hoy no hay perdices cariño, le dijo muy serio a su mujer. No puedo seguir cazándolas. Lo siento, son unas aves graciosas y a mí se me encoge el corazón cuando las mato. Y si no comemos perdices y se acaba nuestro amor, lo siento, se acaba. Ángela lo miró y le sonrió.
Seremos felices cariño y comeremos cualquier cosa. En ese momento acurrucó a David junto a su corazón. Le miró a los ojos diciéndole, que si le servía de consuelo, también estaba harta de desplumar perdices. Ángela se levantó y en un gesto heróico rasgó las almohadas, los cojines, el edredón, y el colchón, y las plumas de mil perdices muertas volaron por la ciudad pegándose a las narices de amantes desconcertados. Los amantes que aquel día recogieron una pluma de aquellas aves nunca más desearon comer perdices, las aborrecieron. Repitiendo una y otra vez seremos felices y comeremos cualquier cosa. Desde entonces David y Ángela fueron felices, y nunca, nunca más volvieron a comer perdices.
Seremos felices cariño y comeremos cualquier cosa. En ese momento acurrucó a David junto a su corazón. Le miró a los ojos diciéndole, que si le servía de consuelo, también estaba harta de desplumar perdices. Ángela se levantó y en un gesto heróico rasgó las almohadas, los cojines, el edredón, y el colchón, y las plumas de mil perdices muertas volaron por la ciudad pegándose a las narices de amantes desconcertados. Los amantes que aquel día recogieron una pluma de aquellas aves nunca más desearon comer perdices, las aborrecieron. Repitiendo una y otra vez seremos felices y comeremos cualquier cosa. Desde entonces David y Ángela fueron felices, y nunca, nunca más volvieron a comer perdices.
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