Delia vivía en un barrio pobre cerca de la costa. La mañana
del Día de San Juan, Delia daba un paseo por la orilla cuando se encontró con
siete calabazas cortadas y unidas a la vez. Estaban húmedas y un tanto
deshechas. Así que las cogió y las puso a secar sobre las rocas. Al verlas tan
suaves y naranjas no pudo resistir la tentación de abrirlas y hurgar en su
interior. Se dejó llevar por aquella sensación gelatinosa hasta toparse con
algo que era distinto. Lo miró de cerca y se dio cuenta que cada calabaza tenía
un embrión de pollo.
Esa noche volvió a la playa caminó entre las hogueras y
gente que bailaba. Al acercarse a las
rocas vio que allí estaban las calabazas cosidas con un hilo grueso y negro.
Pasaron los días y Delia fue testigo de cómo empezaron a surgir los pequeños
brotes, que con el tiempo crecieron y se extendieron sobre el mar, casi
cubriéndolo.
Delia fue la primera en recoger una de aquellas calabazas. Cuando
la abrió había una gallina viva que enseguida convirtió en mascota y llamó
Petra. Petra daba unos huevos enormes del tamaño y el color de las calabazas.
Delia contó a todos los vecinos su descubrimiento. Un poco incrédulos aunque
esperanzados de que se acabara el hambre en sus familias, fueron a buscar su
calabaza. En medio de la playa las abrieron y la arena se llenó de gallinas
curiosas que cacareaban sin parar. Con cierto olor a mar, alguna hasta se puso
a empollar uno de aquellos huevos enormes y de color naranja.
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